Lo que se está viviendo en los Estados Unidos de América hoy día es alarmante: un presidente que se niega a reconocer los resultados de unas elecciones que perdió y que está intentado todo tipo de legalismos para prolongar su mandato, aun en contra de la voluntad soberana del pueblo. La más antigua democracia del mundo está bajo ataque, desde dentro. Aclaro: en este artículo no voy a discutir la situación estadounidense. Otros que conocen más que yo la siguen y la comentan abundantemente. Esa situación es solo un ejemplo de lo que quiero decir: la democracia es frágil. La historia nos ha demostrado que los sistemas democráticos, por antiguos que sean o por robustos que parezcan, pueden derivar en regímenes autocráticos.
Ahora bien, comencemos por el inicio ¿qué es democracia? Según el Diccionario de la lengua española democracia es una «forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos». Esta definición parece trillada pero es la idea: en la democracia somos los ciudadanos los que tenemos el poder y aquellos que lo ejercen lo hacen por delegación nuestra. La forma en la que los ciudadanos delegamos ese poder es el voto.
La historia se repite una y otra vez: los gobiernos democráticos surgen luego regímenes colonialistas, dictatoriales o guerras. El pueblo, cansado del hambre, la violencia y el abandono, decide adoptar la democracia como el medio para salir adelante. Está claro que la democracia no es perfecta, pero es el único régimen en que la gente que tiene que sufrir las decisiones de los gobiernos tiene al menos la palabra en quién las toma.
Una de las mayores imperfecciones de la democracia es que permite el surgimiento de los populistas que son los políticos que toman decisiones que la mayoría de gobernados quieren sin importar las consecuencias a largo plazo, con la única intención de perpetuarse ellos mismos en el poder. Aquí es donde radica la fragilidad de la democracia: en que puede ser autodestructiva.
El siglo XX se distinguió por el ascenso y caída de algunos de los dictadores más brutales de la historia de la humanidad. El factor común que une a muchos de ellos es que alcanzaron el poder por la vía democrática, participando dentro de un sistema político que despreciaban pero del que se aprovecharon para llegar a donde querían y que, una vez en la cima, se esforzaron por demolerlo hasta que no quedara nada. Los ejemplos más notorios fueron Hitler y Mussolini aunque hubo otros menos conocidos per no no menos diabólicos.
Lo sorprendente de esos casos fue lo fácil que fue para los dictadores sacudirse del «problema democrático»: basta con, primero, cooptar las instituciones con títeres del dictador y luego dejar que éstos se encarguen de demoler las instituciones a su cargo. Muchas veces, los dictadores ni siquiera necesitan salirse del marco legal del país para prolongarse en el poder usando, por ejemplo, un estado de emergencia o, incluso, un estado de guerra.
A veces, como lo es el caso actual de los Estados Unidos, el dictador en ciernes encuentra un camino legal para quedarse en el poder mediante una interpretación un poco estirada de las leyes del país. Para que esto funcione se necesita haber conquistado las instituciones encargadas de interpretar la ley y aplicarla: las cortes de justicia.
Aparte de astucia o violencia, los dictadores necesitan, para establecerse, sino el apoyo, al menos la indiferencia del pueblo. Y esto se hace haciendo el proceso lento pero seguro. Así como las ranas que se meten en una olla de agua tibia que luego se calienta a fuego lento hasta hervir se quedan tranquilamente dentro hasta morir cocidas, cuando los pueblos quieren reaccionar para conservar el poder, es demasiado tarde.
El último decenio (2010 - 2020) ha visto como gobernantes con reflejos dictatoriales se han ido instalando poco a poco en varios países, algunos de ellos actores claves en la escena mundial. Esto es preocupante pues parece demostrar que la democracia está pasando de moda. Los pueblos parecen resignados, incluso contentos, con que haya un hombre fuerte al frente del estado bajo la creencia de que eso les conviene más en el corto plazo. Olvidan que si algo nos ha enseñado la historia es que los dictadores terminan siempre por tornarse contra los pueblos que gobiernan a la menor señal de disconformidad que ponga en riesgo sus privilegios.
La mejor forma de evitar la deriva dictatorial es la vigilancia: votar siempre con responsabilidad y exigir de nuestros oficiales electos que hagan suyos nuestros intereses, o al menos, los intereses de la mayoría y, sobre todo, que respeten las leyes. Esto no es una apología del gobierno populista, sino del gobierno responsable del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Para finalizar, esperemos que el autoproclamado faro de la democracia en el mundo no se apague y que ese pueblo no olvide lo que uno de sus dirigentes históricos, Thomas Jefferson, dijo: «el precio de la libertad es la vigilancia eterna.»*
*No pude encontrar la citación exacta, si usted la sabe, por favor déjela en los comentarios.
Añadir nuevo comentario