Hace dos meses publiqué mi artículo «La fragilidad de la democracia». Decidí publicarlo en aquél momento porque me parecía que la situación estadounidense daba ya bastante para comentar. Sin embargo, los eventos de estos últimos dos meses confirman que la democracia es frágil y que hay que cuidarla.
Si en noviembre la democracia estaba bajo asalto por medio de argucias legalistas, en enero fue un ataque frontal, fuera del marco jurídico, contra las instituciones de ese país. A un poder del estado, el ejecutivo, le bastó su influencia para orquestar un ataque contra otro poder del estado, el legislativo. No necesitó siquiera utilizar su autoridad sobre las Fuerzas Armadas para lanzarlas contra el congreso.
Fue muy interesante ver la prensa norteamericana y mundial inmediatamente después del ataque al Capitolio. El clima general era de indignación e intentos de exaltar las instituciones estadounidenses como sólidas y quasi eternas. ¿Pero en realidad lo son? ¿Qué hubiera pasado si les presidente, en lugar de incitar una insurrección hubiera ordenado al ejército tomar el edificio? El conflicto para los generales a cargo habría sido insostenible y, supongamos, que el general de más alto rango hubiera rehusado cumplir la orden, ¿hay alguna garantía de que no hay nadie en la cadena de comando que habría obedecido? La perspectiva es escalofriante.
La única diferencia hoy entre los Estados Unidos de América y los países africanos y latinoamericanos es que el aspirante a dictador no dio esa orden fatídica a los militares. Y aun sin esa orden, los diputados, representantes electos del pueblo, tuvieron que salir literalmente corriendo del hemiciclo para ocultarse. ¡El mismísimo vicepresidente tuvo que ser evacuado en urgencia! Los precedentes que me vienen a la mente son Perú en 1992 o Guatemala en 1993: en ambos casos los presidentes, cansados de lo que percibían cono inmovilidad o corrupción en los otros poderes del estado decidieron copar la corte suprema de justicia con jueces que les eran afines y disolver el parlamento.
En los Estados Unidos, lo primero fue hecho dentro del marco de la ley de forma lenta pero inexorable, durante los cuatro años del mandato del expresidente. Fue en lo segundo que hubo un cambio, no en el objetivo, sino en la forma. Mientras que en los países latinoamericanos fue el ejército el encargado de disolver los parlamentos, en Estados Unidos fue una turba de civiles la que atacó el organismo, aunque el objetivo era el mismo: doblegar la voluntad de los representantes electos del pueblo para acomodar la agenda del mandatario.
En conclusión: la democracia es frágil mientras que la dictadura es fuerte. La segunda puede emanar de la primera con facilidad; basta mucha astucia y un poco de fuerza. Pero para que la primera salga de la segunda, hacen falta revoluciones sangrientas o concesiones de dictadores que van contra sus propios intereses. Por ello, los pueblos, una vez conseguida la democracia, tienen que cuidarla. Puede que sea imperfecta, pero hay que trabajar para mejorarla poco a poco. Tiene que ser un patrimonio de la nación sobre el cual velan todos y cada uno de los ciudadanos.
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