Periódicamente nos llega de Guatemala el ruido de la elección a magistrados de las diferentes cortes que componen el poder judicial del país: Corte Suprema de Justicia, Corte de Constitucionalidad y cortes de apelaciones. Cada vez que ese ruido llega, las mismas llamadas para que la elección de magistrados no sea politizada abundan también. Pero, ¿son esos llamados realistas? ¿Se puede despolitizar la elección de magistrados?
Winston Churchill dijo «Se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno excepto por todas aquellas otras formas que se han intentado de vez en cuando». Uno de los defectos de la democracia es que no es práctico que el gobierno (la acción de gobernar, no la institución) sea asegurado por la población directamente por lo que surge la necesidad de representantes electos, es decir, de políticos. Por ello, esperarse a que cualquier cosa que haga un tal gobierno no esté influenciado por la política es poco realista. En teoría, esto podría ser hasta positivo pues significa que en todas las decisiones que los políticos tomen tendrían que tener en cuenta la voluntad de sus representados, pues mantener su trabajo dependería de ello. Sin embargo, en la realidad, muchas veces hay intereses personales y de otros tipos que pueden afectar estas decisiones lo que es particularmente pernicioso para la elección de magistrados de los sistemas de justicia. El dilema es, entonces, cómo lograr que un magistrado electo políticamente aplique la ley de forma apolítica.
Siguiendo la lógica presentada en el párrafo anterior, dada la naturaleza democrática del Gobierno (la institución, note la "G" mayúscula), la decisión de quién será magistrado es, por naturaleza, política. Sobre todo, si tomamos en cuenta que está encomendada al Organismo Legislativo cuyos integrantes son los que, en teoría, están más cercanos a la voluntad de sus electores. Por ello, en lugar de separar la política de la elección de magistrados, sería más útil encaminar los esfuerzos a lograr que la aplicación de la ley no sea politizada una vez los magistrados estén en el cargo. Esto quiere decir que los magistrados puedan aplicar la ley sin la presión política impuesta por aquellos que los eligieron. Sin embargo, al momento que la elección es llevada a cabo por políticos, los candidatos a magistrado se ven obligados a jugar el juego político teniendo que responder a las necesidades de un mercado electoral: aquéllos que los proponen y los que los eligen.
La constitución de los Estados Unidos, por ejemplo, intenta despolitizar la aplicación de la ley por los magistrado haciendo que los nombramientos, en particular los de Corte Suprema, sean vitalicios. Cuando hay una vacante en la corte, el Presidente propone a un candidato que el Senado confirma; el magistrado queda entonces nombrado hasta que decida unilateralmente jubilarse o que fallezca. Esto significa que los magistrados estarán en el cargo muchos años después de que los políticos que los eligieron hayan dejado el Gobierno, asegurándoles, en teoría, su independencia. En otras palabras, aunque su elección sea altamente política, al cabo de un tiempo los magistrados quedan en libertad de juzgar según su conciencia pues el presidente que los propuso habrá terminado su mandato, mientras que los senadores que los eligieron irán, poco a poco, desapareciendo de la política en el proceso normal de recambio. Sin embargo, en los últimos años voces comienzan a alzarse en ese país para tener mandatos perecederos pues ciertos grupos ciudadanos sienten que «con nombramientos vitalicios, los magistrados son libres de imponer sus agendas personales e ideológicas durante décadas prácticamente sin rendición de cuentas».
Entonces, ¿qué es mejor? ¿El modelo de Guatemala, con renovaciones periódicas de los magistrados, o el de Estados Unidos con magistrados vitalicios? El primero no promueve que la aplicación de la justicia se despolitice, pues prácticamente cada legislatura tiene la oportunidad de elegir nuevos magistrados, mientras que en el segundo, la corte se vuelve estática, con magistrados juzgando según sus agendas personales o ideológicas durante muchísimos años.
Indicar los problemas sin proponer nada es demasiado fácil, así que aquí va una propuesta: fijar términos pero no renovar las cortes completamente de una sola vez sino por tercios. Por ejemplo, en Guatemala la legislatura dura cuatro años, entonces cada magistrado sería electo efectivamente para un período de doce años, con un tercio diferente de magistrados renovado durante cada legislatura. Además, para minimizar la politización de los magistrados una vez en el cargo, la elección tendría que tener lugar en el último año de la legislatura que, en el caso particular de Guatemala, coincide con el último año del período presidencial. Además se tendría que poner penas serias para los miembros del Congreso si no cumplen con ese mandato constitucional para evitar una situación aberrante, como la actual, en la que los magistrados de la Corte Suprema de Justicia terminaron sus mandatos hace casi dos años pero sus reemplazantes aun no han sido nombrados por el Congreso de la República creando un vacío legal en el mejor de los casos, o una crisis constitucional en el peor.
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